domingo, 13 de febrero de 2011

-Ha muerto para seguir Viviendo-


  Por los años 80 la revista Katarsis dedicó varias páginas a los poemas de Manuel Ángel Rodríguez Ferrero, M.A.R. Ferrero, como gustaba firmarlos.
 Para ese número escribí este artículo con el cariño y aprecio que se guarda a un amigo fallecido.

Soy de los que pienso que la única forma de enjuiciar la poesía, es desde un plano puramente subjetivo.

Este autor me gusta por su sensibilidad, por su ritmo, por su temática, por su fuerza expresiva, por su violencia interna: este otro me parece sensiblero, de violencia ruda y gratuita, su filosofía poética no es lo que busco, al menos en estos momentos.

De los poemas, tengo opiniones parecidas. Este poema es de belleza infinita, las figuras que tiene,  llegan como alaridos al corazón, este otro me parece frío.

La opinión de críticos y profesores de literatura es muy distinta a la mía. Claro está también que todavía no he conocido a ningún crítico ni a ningún profesor de literatura que alguna vez tuviesen alma de poeta. Sospecho además que nunca han sabido leer poesía.

M.A.R. Ferrero, Manolín (diminutivo cariñoso con el que le llamábamos), escribía poesía, sin embargo, era consciente de que todavía no era poeta, porque ser poeta no es hacer sólo poemas. Hace años, una noche en mi casa, bien adobados con una botella de Oporto, tomé en mis manos el libro de Samuel Jhonson, “Raselas” y leí como definía al poeta. Por no tenerlo a mano cito de memoria el diálogo entre el joven Raselas y el filósofo: ¿Qué es ser poeta? –preguntó Raselas-. Poeta –le respondió-, es tener conciencia de lo bueno y de lo malo, conocer los límites de uno mismo, comprender el corazón del hombre, saber de sus tristezas y alegrías; poeta es distinguir lo verdadero de lo falso, lo justo de lo injusto; poeta es poseer el misterio del universo, de la muerte y de la vida; poeta es aquel que buscando en el pasado es visionario del futuro; poeta… ¡Basta! –dijo Raselas-. Pasemos a otra cosa, ¡soy príncipe, seré rey, pero jamás podré ser poeta!.

Al acabar de escuchar esto, Manolín estaba emocionado: ese es mi ideal, esa es mi búsqueda, dijo, pero ¿a quien puedo hablarle de esto?, ¿a quién, dime a quién?.

Manolín empezó a escribir poesía con asiduidad a partir de los quince o dieciséis años. Los poemas de esa primera época me parecían horriblemente malos, faltos de ritmo, de fuerza, sin vigor, poseídos de un intimismo soso y aburrido, los poemas de Manolín de esos años no tenían figuras ni contenido enervante alguno. Eran espantosos.

Cada dos o tres meses, me entregaba un montón de folios escritos diciéndome: Dame tu opinión –y mi opinión era siempre la misma-: no me gusta ninguno, pero debes seguir trabajando, y le recomendaba o le regalaba alguno de los primeros libros de poesía que empezaba a comprar.

He de decir que si en esta época Manolín era horrorosamente malo escribiendo poesía, en prosa era un primor; preciso, llano, sencillo, manejaba las descripciones como un autentico maestro. Pero la prosa no le gustaba.

Comenzó a dejar barba y pelo largo, eso por aquel tiempo era delito, pensaban que estabas medio chalado. Los muy cretinos no sabían que eso era pura pose de artista. Hasta tu familia te llevó ala consulta de un psiquiatra. Afortunadamente no todos los psiquiatras son brutos ignorantes, éste, te vio venir, comprendió que querías volar, pero tenías las alas atadas. Te sugirió que viajases, que conocieses otras personas, otros países; te dio la dirección de un hermano suyo que estaba en California, y unos meses más tarde allá ibas, embarcado de camarero hacia Estados Unidos. Antes de irte me haces una visita, te llevas varios libros, entre ellos uno de Sartre "¿Qué es la literatura?". Estuviste en París, Madrid, Barcelona. Volviste con el mismo pelo y las mismas barbas, la gente bien pensante de tu pueblo siguió pensando de ti que estabas medio chalado. 

Claro que nosotros pensábamos de ellos cosas peores.

Me fui de estudiante a Santiago y pasé dos años sin leer nada tuyo, un día me dices poniéndome en las manos un montón de folios mecanografiados y grapados, a ver que te parecen, en la portada, en letras grandes. LIDIA.

Por culpa de los exámenes llevaba mucho tiempo sin leer poesía, así que cogí el libro de Lidia con ganas, aunque a decir verdad sin esperar nada bueno de él. Cuando había leído quince o veinte poemas, cerré el libro de golpe, me quedé viéndolo, lo apoyé en la mesa y fui cogiendo del estante en los días sucesivos a Rilke, Shelly, José Hierro, Bodelaire, Mallarmé, Blake, Neruda, Alberti, Hernández, y el “Tentativas” de Celaya. Una semana más tarde, estaba perfectamente preparado y embebido de buena poesía. Tomé el libro de Lidia en mis manos, lo abrí y comencé a leer con la misma tranquilidad que la tarde se pasea sobre nuestras vidas. Leí el libro de un tirón, volví a releer alguno de los poemas que más me habían gustado.
Luego te escribí un larga carta. Esa misma semana nos vimos, sin decirnos nada nos abrazamos llorando.

Desde que leí “Lidia”, supe que Manolín era uno de los mejores poetas que conocía.

A partir de ese momento, tu escritura, antes sin brío, sin fuerza, era ahora todo figuras, una fuente inagotable de figuras. Cada poema era un cuento, una narración, una historia, una vida. Me asombró la facilidad con que escribías, lo prolífico que eras, la calidad que tenían tus poemas.

Tuviste la época de poemas rockeros, por la temporada que pasaste costo, poemas con que dejarías boquiabiertosheavy y de los rockeros posmodernistas actuales.

Claro está que “Ayatola no me toques la Pirola, “fiesta de los maniquíes”, “me pica un güevo”, etc. Etc., son letras de canciones para bobos, y tu ni eras bobo ni escribías para bobos, ni para los de antes ni para los de ahora. Si alguna vez, músicos del ruido, queréis buenas letras, buscad los poemas rockeros de Manolín.

También hiciste poemas semióticos durante un tiempo, pero te diste cuenta que tú eras poeta, y poeta al modo clásico, de los que escriben, y de los que escriben bien, a los pocos meses dejaste de hacer formas y figuras con las palabras en tus poemas.

Manolín ha escrito numerosos libros de poemas, muchos de los cuales están dispersos. Creo que deberían estar todos reunidos para mayor conocimiento de su obra.

Y no hay mejor albacea que su familia, para su guarda y cuidado.

Le vi escribir a su familia y entre frases,
pensativo, recalcar dibujos difusos sobre
las hojas del recuerdo.
Doblar los sobres del adiós.
Con la lengua
revivir la goma de días pasados y de sellos con
bocetos de reyes incongruentes.
Salir, perezoso al pasillo, meter la carta
en el buzón del olvido y las manos
en el olvido de los bolsillos.
Suspirar hacia lo ignorado y hundirse
por la vida gastada, sin ser viejo.
A veces –padre y madre- acudían con ojos
vidriosos al vidrio
que le separaba de la niñez protegida
para darse cuenta que ya nada les unía al
himen ni a los pechos
de ignorarse carne de entre carne.
En días sucios, de abandono en pendiente
se aligeraba de piel cada vez más arrugada,
más andrajo, lija o caspa
y supo que ser viejo es ser aburrido y gastado
–“Recuerdo que quiero destruir”- dijo,
y brota por el contorno de los segundos que
va pisando.
Ya su mano decía adiós a todo
y morir era doblar el sueño.
                                                                 
                                                                   M.A.R. Ferrero

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