viernes, 17 de junio de 2011

-Velorios y velatorios-


¿Se imaginan acaso los jóvenes la presencia del cuerpo de un familiar finado, yacente en su domicilio, con el féretro flanqueado por velones encendidos y rodeado de lloronas mujeres de la familia, haciendo algunas de ellas dolorosos y teatrales aspavientos?.
 
Yo creo que no se imaginan nada de eso, como tampoco se imaginan que mientras esto sucedía ante el ataúd, los hombres de la familia, sus amigos y conocidos permaneciesen en la cocina y pasillo, bebiendo café, y fuertes bebidas alcohólicas a la salud del fallecido, contando anécdotas de cuando el fallecido aún vivía. Entre anécdotas y situaciones curiosas, el aguardiente y el brandy se escanciaba con profusión.

Los hijos y familiares cercanos gustaban de oír estas cosas, se consideraba como un respetuoso, pero simpático repaso a la vida del muerto, como una sucinta biografía con acaecidos hechos que hasta los propios hijos desconocían.

El alcohol y el café soltaban las lenguas, y las sonrisas daban paso a las risas. En algún momento alguno de los hijos se emocionaba deslizándose por sus mejillas perladas lágrimas, mezclándose el agradecimiento por el homenajeado con su interno dolor.

Para asentar la bebida en los estómagos, se traía comida, a la que nadie hacía ascos, y así pasaban las horas velando al muerto.

Recuerdo que mi padre no tenía por costumbre asistir a velatorios ni a funerales de nadie, pero la única vez que lo vi ebrio –dicho en términos finos, porque lo que tenía era una curda de las de película-, venía de un velatorio.

Hasta hace pocos años, al igual que el caballero medieval velaba sus armas, a los difuntos se les velaba de la forma descrita, ayudándole de esta guisa a traspasar el umbral de la dimensión desconocida.

Antiguamente el hombre ejercía un poder sobre su vida, en la enfermedad o en la vejez sabía cuando la muerte estaba cercana, sentía su presencia y se resignaba a su inexorable destino. Se rodeaba de familiares y amigos en la habitación, disponía de sus últimas voluntades, agradecimientos, perdones y disculpas ante alguna posible ofensa y se disponía a morir, cosa que ocurría a las pocas horas. ¡Admirable, desde nuestra perspectiva actual!.

Ocurría también, y de esto no hace mucho, que cuando el sacerdote ataviado con sus ropas de trabajo e instrumental, iba por la calle acompañado por dos uniformados monaguillos campana en mano, se sabía que iba a realizar el viático. Las personas lo seguían en procesión hasta la casa del hombre moribundo y hasta entraban con ellos en la habitación presenciando todo el religioso ritual.


El rey persa Ciro, reunió en torno de su lecho a sus hijos y amigos, les dió a los primeros consejos y a los segundos les agradeció su inquebrantable amistad. Después, cubriendo su rostro con las ropas, esperó a la muerte, que no le tardó en llegar, según ha dejado escrito Jenofonte.


Guillermo el conquistador, el héroe de torneos, ante su lecho reunió a familiares y amigos a los que repartió bienes y regalos, se despidió de ellos, cubrió su rostro falleciendo poco tiempo después.

En las hermosas “Coplas a la muerte de mi padre” de Jorge Manrique, en una de ellas dice:
                                “…
                                 Así, con el entender
                                todos sentidos humanos
                                conservados,
                                cercado de su mujer
                                y de sus hijos y hermanos
                                y criados,
                               dio el alma a quien se la dio
                               el cual la ponga en el cielo
                               en su gloria,
                               y aunque la vida perdió
                              dejonos harto consuelo
                              su memoria”

Con esto y el posterior y obligado luto, las personas se familiarizaban con la idea de la muerte, como algo cercano que puede sobrevenir por sorpresa y en cualquier momento de nuestra vida. En definitiva, los muertos no se ocultaban y a la muerte se la respetaba y temía, pero no con el pavor infantilmente irreflexivo actual que me recuerda al pasaje del Lazarillo de Tormes, cuando ve desfilar ante él un entierro, con la viuda llorando y gritando: -¡Adiós amado mío que te llevan a la mansión donde nunca se bebe ni se come!. El niño Lázaro se va corriendo a su casa y con el rostro descompuesto le dice al arruinado hidalgo, su amo, aquél que desayunaba misas, almorzaba buenas tardes, paseaba calles y cenaba buenas noches. -Cerremos bien las puertas que nos van a traer el muerto.

A las preguntas del hidalgo, Lázaro responde asustado -venían diciendo que lo llevaban a la casa donde nunca se comía ni bebía.

Walter Scott, en su novela Ivanhoe, narra como al celebrar las exequias del caballero Frente de Buey, este despierta de su estado cataléptico y aunque mal herido, al ver la comilona y la alcohólica juerga que había en su castillo, sospechando que se hacía más por alegría que por el pesar de su muerte, espada en mano y a mandobles, expulsa a los asistentes que huyen asustados ante el inoportuno resucitado.

Si hoy en día la enfermedad se oculta en los hospitales, la muerte se oculta igualmente en ellos, en la sala llamada de paliativos, que no es otra cosa que un moritorio institucionalizado. Si los niños vienen de los hospitales y no de París como la moderna ciencia ha demostrado, la muerte viene de los hospitales como actualmente esta misma moderna ciencia también nos lo demuestra.

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